Ser mamás nos cambia la vida. Eso nos lo han dicho siempre y es muchas veces ese cambio lo que desalienta a más de una. Sin embargo, sólo las que nos lanzamos (inocentes, digo ahora jeje) a experimentar esta aventura de la maternidad podemos comprender, ya no desde las ideas sino desde la experiencia que nos atraviesa por completo, lo que este cambio significa.
Alguna vez leí que ese proceso de transformación tan intenso que vivimos las mujeres cuando nos convertimos en madres tiene un nombre: Matrescencia. Algo así como otra adolescencia por la cantidad de cambios a nivel físico, psicológico, endocrinos, emocionales y de identidad que aparecen y que, según estudios, pueden durar hasta 6 años después del primer parto.
Una escritora cercana a Tintea le puso otro nombre que me suena mejor: mamamorfosis. Y es que primero cambiamos de forma. El cuerpo se expande hasta límites inimaginados para alojar otro cuerpo dentro del nuestro, cuerpo que, después de nacer, sigue sintiéndose parte, incluso más allá de los nueve meses (o quizá ¿para siempre?).
Aurora tiene ya más de dos años y aún se aferra a mi cuerpo cómo si fuera suyo. Mi pecho es su refugio, mis brazos su escalera al mundo y mis tetas su calmante favorito. Mi cuerpo de mamá jamás volverá a ser el mismo cuerpo de antes. Esas ideas, casi obsesivas, de “regresar a la normalidad” “recuperar tu cuerpo” “volver a ser la mujer que eras” me ha tocado irlas descartando y no siempre ha sido fácil.
El cuerpo no es lo único que cambia. La mente también se expande y se transforma. Pareciera que me he vuelto más lenta, sin embargo creo que me he vuelto más enfocada. Estoy comprendiendo que la energía es limitada y que la mayor parte de ella se me está yendo en mantener con vida a un ser humano en desarrollo, así que ya no hay tanto tiempo ni espacio para muchos de los pensamientos derrotistas y emociones abrumadoras que antes deambulaban con frecuencia en mi cabeza.
Se expanden también nuestros límites. Lo que creíamos que éramos capaces de ser, hacer y sentir. Yo por ejemplo creo que nunca me había sentido tan cansada, con la energía tan reducida. O quizá sí pero antes cuando me cansaba pues descansaba. Ahora muchas veces en medio del cansancio y la imposibilidad de parar aparecen reservas de energía de un lugar que no sabia que tenia para responder a las demandas de atención, cuidado y amor de mi criatura.
Todas estas transformaciones suenan un poco como renuncias y lo son. Pero no todas las renuncias son negativas. Renunciamos a una imagen de nosotras mismas para abrirnos a la mujer en la que nos hemos convertido.
Mis renuncias comienzan por aceptar que soy la mamá que soy en cada momento. Que ese ideal de la mamá siempre presente y en calma, que se inventa actividades, juegos y recetas, que educa en casa y se dedica por completo a su pequeña no aplica para mi realidad actual y está bien. Ese guión no era mío. Ahora quiero escribir el que vivo, el que se adapta a mis circunstancias actuales, el que se siente más auténtico, el que me sale.
Y parece una actitud derrotista en una sociedad en la compramos ese discurso del “todo se puede, si así lo quieres” pero en mi caso y creo que en el de muchas madres, no siempre se puede y estar en paz con eso es todo un desafío.
Hay muchas creencias en torno a la maternidad o muchos guiones y la mayoría, diría yo, muy desalentadores. No pretendo con esto que escribo poner de manifiesto sólo lo incómodo, retador y confrontador que es ser madre. Sí que lo es, pero cuando por fin logramos soltar las creencias y abrazar las madres que somos, tal cual estamos siendo a cada instante y elegimos mirar con asombro esta transformación, la maternidad se convierte en un camino de autodescubrimiento encantador. Una maestría.
Ha sido encantadoramente retador volver a nacer y crecer junto a mi hija y aunque muchas veces quiera salir corriendo y regresar a la que era, no hay retorno, ya sólo hay movimiento y expansión. Una mariposa no puede volver a ser oruga, así que decide aprender a mover sus alas y abrazar el nuevo animal en el que se ha convertido.