Mi abuelita Aura amaba cantar. Lo hacía mientras cocinaba, arreglaba la ropa o nos cuidaba. Cantaba villancicos, bambucos y baladas. Tutaaaaina tuturumá le cantaba a los bebés en cualquier época del año para que se dejaran cambiar los pañales. Brillaaaaba en tus ojos el amooooor, brillaba tanto en tu sonriiisa, le cantaba a algún amor romántico que no estoy segura si vivió. Cantaba con una voz aguda y gastada. Carraspeaba, le faltaba el aire, pero siempre terminaba la canción, así al final se quejara por no tener una voz bonita.
El canto de mi abuelita siempre fue de lo más hermoso y auténtico que yo haya escuchado. Su voz es uno de los recuerdos que más atesoro, junto a las fotos de juventud que me heredó.
Tengo una especial fascinación por las memorias familiares: las fotos antiguas, las cartas a mano, las películas de bodas, cumpleaños, paseos y navidades. Primero comencé a recopilar las de mi propia familia y luego me propuse ayudar a otras familias a rescatarlas de los baúles viejos y digitalizarlas. Mi abuelita sabía de mi amor por los recuerdos, por eso me heredó una cajita pequeña de metal donde guardaba fotos de su vida antes de ser mamá y abuela.
Hay retratos de algunos amigos y sobrinos, paseos con amigas, fotos de su hermana con los caballos de la finca, fotos de sus padres y hermanos frente al jeep que ella aprendió a manejar. Pero la que más me gusta es una en la que está sentada en lo que parece ser una cerca. Su mano derecha apoyada en la guadua, un reloj pequeño en su mano izquierda, mirando hacia adentro, una blusa de cuello en v, pantalones capri que le llegan un poco más abajo de la rodillas y esas gafas de sol que, junto a la pose, le dan un aire de diva que me encanta. A esa Aura no la conocí, pero amo poder reconocerla en las fotos.
Cuando leí Un diamante en el fondo de la tierra de Jairo Buitrago me conecté de nuevo con esas memorias de mi abuela y lo valiosas que son para mi vida. El cuento, bellamente ilustrado por Daniel Blanco Pantoja, habla de un niño al que en la escuela le piden indagar por la historia de sus abuelos y aunque el suyo no tiene fotos con pingüinos o relatos casi fantásticos de aventuras en el mar, como los de otros niños, guarda memorias de un amor sincero por su esposa a la que perdió sin saberse muy bien cómo ni por qué.
Y es que los recuerdos no siempre son felices y coloridos. También hay historias de dolores esperando ser vistos, escuchados y narrados. Historias que nos atraviesan porque se parecen a las nuestras o que nos invitan a sentarnos con nuestros abuelos, ver sus fotos antiguas, escuchar atentamente sus anécdotas y encontrar en esas memorias valiosos diamantes listos para ser preservados y heredados de generación en generación.